…come ciclisti gregari in fuga
Boogie, Paolo Conte
Hay un niño que está mirando la televisión, sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, la cabeza levantada, absorto. La televisión emite en blanco y negro, todo lo que envuelve al niño es en blanco y negro, también lo que pasaba por las calles, lo que le decían y enseñaban en la escuela, incluso lo que se atrevía a soñar. El hombre que ahora lo recuerda admite y verifica la imagen mientras pasea por las calles del pueblo que vuelve a visitar. En la escena pretérita estamos en verano, es una tarde que absorbe el entendimiento, que paraliza todas las posibilidades de las cosas. El niño, en casa, encerrado en su fortaleza construida con emociones aún sin nombre, concebía, sin saberlo, su mito particular. Tenía delante la imagen de un corredor ciclista que sacaba a los otros un tiempo inaudito, no se había visto nunca un prodigio semejante. La hazaña era aún más sorprendente si sabíamos que con aquel ciclista no contaba nadie, porque nunca había hecho nada que mereciese la pena recordar. Era modesto y conformista, no se había sentido nunca capaz de sorprender al mundo.
El niño ignoraba la naturaleza del gregario. No podía entender, entonces, la servidumbre, la obediencia, todo lo que singulariza la vida de subalterno que asume el ciclista gregario. Ni se imagina, aquel niño, que un corredor ciclista pueda aceptar con tanta rigidez la renuncia al éxito personal en beneficio de un posible contrincante. No hubiera podido creerse que aquel corredor ciclista hubiese de subordinar todas sus capacidades al servicio de una táctica, de un método, de una programación, de unos resultados. El niño aún cree que lo que vale es el esfuerzo individual, y está muy predispuesto a construir la imaginería apropiada al ídolo que querría ser. Aún está aferrado, el niño, a un sentido de la justicia, y cree que no hay derecho que alguien se pueda aprovechar de una manera tan injusta de los sacrificios de otro, aunque sea de más baja condición. Pero todo esto no lo habría podido pensar, el niño, es el hombre que reconstruye su pasado, que lo rememora, paseando por las calles de su pueblo, conmocionado por la ternura y el escepticismo.
¿Qué dependencias ha de asumir por fuerza el ciclista gregario? Ha de tener bien claro que él no está destinado a ganar, si lo hiciese podría ser amonestado, si lo pretendiese habría de pedir permiso. Ha de ser, por tanto, obediente. Y ha de subordinar su talento y su esfuerzo al proyecto común. Por tanto ha de saber claudicar. De la claudicación, ha de saber hacer un oficio. Y además ha de entenderse con los otros, subalternos como él, figurantes que renuncian a la épica, sólo reservada a los mejores, en favor de los éxitos de otro y en beneficio del equipo. Pero un ciclista gregario puede no haber deseado ser sólo un gregario, un día u otro habrá soñado que otros gregarios, dóciles como él es ahora, renunciarán a sus legítimas fantasías para beneficiarlo. Él sería, entonces, el ciclista ganador, el elegido. Nadie le podrá reprochar nunca la nobleza de esta ambición. Y llegado el caso, él, magnánimo, podría agradecer con franqueza y sin falsa modestia el esfuerzo que los gregarios, metódicos, responsables, disciplinados, habrían hecho para ayudarle a ganar.
Hay una imagen que es recurrente, que aparece y reaparece con insistencia, que se impone por encima del resto de recuerdos y trastorna cualquier intento de interpretar el pasado. Siempre está, en el inicio de todo. El niño corre en bicicleta por las calles del pueblo, que son calles en forma de laberinto. El niño se imagina que va en cabeza, y que ningún esfuerzo organizado podrá frenar la inquietud que tiene por ganar. Mientras corre, imagina los gritos de ánimo, ya se ve en la línea de meta celebrando la victoria. Sabe que tendrán que reconocerle el valor que le habrá sido necesario para ser el primero. Pero también sabe que habrá de comprender la decepción del perdedor, por eso minimizará los méritos que le corresponden y relativizará la importancia de haber ganado. El hombre que ahora lo reconstruye no puede evitar sufrir por la candidez y la necesidad que había en los fundamentos de aquella ilusión. Y aún ahora le duele la lejana presencia de los otros niños que hurgan la felicidad por las calles, sucios y satisfechos, todos juntos, en pandilla.
Está la casa y la familia, la escuela, la calle. Hay preceptos, consejos y mandatos. Hay un orden que nadie cuestiona, al menos delante del niño. Y el niño sabe qué puede hacerse y que no habría de hacerse nunca. No hay excusa que pueda justificar la deserción. Hay un entramado de relaciones y pactos que anulan cualquier intento de irreverencia. Este es el universo que gestó la personalidad de este hombre que ahora recuerda los años pasados en aquel pueblo. No es pena ni melancolía, es la constatación de que aquello que vivió entonces está en la esencia de lo que vino después. En la imagen del niño que corre en bicicleta por las calles del pueblo, solo, alejado de los otros, se halla el embrión del hombre evasivo que nunca ha sabido dejar de ser. Un hombre recluido en los parámetros de su inventiva, que ha confundido deliberadamente la vida real, auténtica, y los espejismos en que a menudo se refleja. Si piensa en ello, se da cuenta de que no ha dejado nunca de ser el niño insubordinado de la ficción que hacía de irresponsable ciclista que no seguía consigna alguna.
¿En qué debe de estar pensando el ciclista gregario en fuga? En un primer momento seguro que sospecha que se ha saltado el reglamento y que, por tanto, será severamente sancionado. Pero pronto intuye que si finalmente gana será porque su triunfo no ha puesto en peligro el orden previsto. El ciclista gregario en fuga sabe que nadie le tiene miedo, que no constituye una verdadera amenaza, por eso dejan que vaya haciendo lo que hace. A él le cuesta mucho asegurar la situación provisional de privilegio que ahora tiene y que probablemente no volverá a tener nunca más, de ahí que persevere heroicamente en este intento de suplantación. Teme la posibilidad de que lo acaben atrapando, más que nada porque esta derrota pondría en evidencia la inutilidad de sus pretensiones, la impertinencia del delirio que ha tenido y que durante tanto tiempo, secretamente, le ha dado fuerza. Tiene incluso un miedo inexplicable al ridículo, ¿cómo podría justificar que los otros ciclistas, desganados, hayan acabado por someterlo a la lógica que siempre, fatalmente, se acaba imponiendo?
¿Y qué hará más adelante con su vida el ciclista que no pasó de ser un gregario? ¿Cómo verá desde la distancia los años de frenética actividad juvenil? ¿Desde qué perspectiva tratará de comprenderse y justificarse? Imaginémoslo ahora recordando los años de plenitud, que contempla desde la sabiduría modelada por el cansancio y el desengaño. Fueron unos años magníficos, dirá, junto a los más famosos corredores ciclistas de la época. Él estaba allí, él estuvo allí. El escenario, el de las grandes ocasiones. Entonces, sin duda, habia sido necesaria su intervención. Pero, ¿quién lo recuerda ahora? Cuando este o aquel otro se impuso aquel día al final de la mítica etapa de que hablamos, yo tenía una misión bien específica, dirá, sin la cual nada habría acabado por ir como fue. Y sólo remotamente explicará, si la confianza del auditorio llegase a permitirlo, que un día nada significado tuvo la osadía de saltarse lo previsto y se plantó solo en la meta, muy por delante de los otros, con una ventaja nunca vista, que de hecho no le sirvió para cambiar nada.
Más allá de la evidencia de las cosas está la mente del niño, siempre alerta. Ya pueden ir haciendo, los otros, el niño sabe cómo recomponer sus pretensiones, alimentadas por una imaginación que es privilegio de unos pocos. Corriendo por las calles de su pueblo, el niño ha ganado carreras memorables. Y ha escalado montañas inaccesibles, ha explorado continentes desconocidos, ha vencido en mil batallas ante enemigos imponentes. El niño vive prisionero de sus personales locuras, también sabe que el estigma que lo perfila lo aleja cada día más de los convenios mayoritarios. Cuando sea necesario, aceptará la función que le está destinada, ha aprendido el papel de gregario que han decidido que le corresponde, un esfuerzo que puede admitir perfectamente si quiere asegurar que lo acepten y lo integren en el grupo. Todo esto lo sabe el hombre que mira la vida más allá del muro del tiempo, la magnitud del engaño que ha simulado ha alimentado una personalidad amarga que se refugia en la incontinencia verbal, en el sarcasmo, en la insolencia, la idolatría, el miedo, tanto da.
El hombre que ahora pasea por las calles de su pueblo rememora su infancia, que no fue feliz, o que sí lo fue, pero a escondidas, cuando se mantenía fiel a sus ficciones, lejos de los compromisos que le venían exigidos por todo tipo de contingencias exteriores. El decorado permitía pocas licencias. Todo era mentira, pero era una mentira fundamentada, con método. Había un acuerdo que garantizaba una mínima felicidad, sustentada en la apariencia, todos hacían ver que las cosas no serían nunca como todos sabían que eran por fuerza y por siempre. Podemos llamarlo hipocresía, cinismo, o adaptación. En medio de la gran parada que era la vida cotidiana en el pueblo, el niño, que lo veía todo, y todo lo sentía con un nivel se sensibilidad excitada, se entretenía por los márgenes donde reinaba su inventiva. El hombre que ahora recuerda aquella inquietud embrionaria ha de reconocer que éste ha sido el espacio que le ha sido concedido, fugitivo solitario que apunta al infinito con el consentimiento de los otros, como un ciclista gregario en fuga.
El hombre que ha vuelto a su pueblo sabe con certeza, y lo admite con dolor pero también con orgullo, que no se ha movido nunca del espacio que había conquistado en los primeros años de su vida, cuando las calles y las plazas eran el escenario de su soledad. Del todo inconsciente, desafió las ordenanzas y se aplicó en los rituales de una heterodoxia inútil. Habiendo entendido las leyes que ordenaban aquella enorme escenografía incomprensible, optó por una forma de disidencia estéril, que podía conmover pero no agradar, que tenía mérito pero no reconocimiento, que no incendiaba ni alteraba ni removía ninguna conciencia. Un esfuerzo titánico dependiente de una ilusión indefinida, un camino por recorrer que no llega a ningún sitio, un territorio privativo, de acceso barrado, asfixiante, que parecería, no obstante, vida auténtica, llena de sentido, única redención posible. Todo lo que es y ha sido el hombre que aún hoy camina solo por las calles de su pueblo ya era exactamente así en las imágenes de cuando era niño que se le presentan como un vendaval que ya no se puede descifrar ni dirigir.
Los viajes por el mundo no lo han llevado a ninguna parte. El éxito que ha tenido no ha atemperado lo acre de su carácter herido. Cuando ha sido reconocido no se ha sentido satisfecho, porque dice que no lo han valorado por lo que él habría querido. Cuando ha probado a ser agresivo ha tenido que lamentarse de ello. Pero cuando ha cedido enseguida se ha arrepentido, el aire de condescendencia no lo favorecía. Si discurseaba encontraba que no estaban lo bastante interesados, él que era tan necesario. Después, silenciado, asumiendo un aire demasiado indolente, lamentaba su falta de compromiso, su negligencia. Demasiado a menudo se había sentido atrapado en la red de la abulia y la pasividad. Si respondía a ello con determinación entonces pecaba de demasiada vehemencia, porque se excedía, él solo, en digresiones lamentables y poco concluyentes. Más allá de los muros de la casa paterna, se decía a él mismo, censurándose, más allá de las calles y las plazas que lo habían visto feliz, alejado para siempre de la complicidad impostada, quedaba el hombre que camina y se busca en la huida por la espiral infinita.
Pero el hombre que regresa a su pueblo una y otra vez ignora si el estigma que lo define ha sido el resultado de una elección consciente o sólo la conclusión fatal de unos errores que lo determinan. Aquello que ha acabado siendo, ¿habría podido ser de otra manera? ¿Qué tendría haber hecho, tiempo atrás, para alcanzar unas metas a las cuales no ha llegado, para evitar algún fracaso clamoroso que no se perdona? Más allá de un aire escéptico que nadie se toma en serio, porque demasiado a menudo adopta las formas del comediante excéntrico, todo el mundo ha aceptado que era un tipo de fiar, bien aferrado a la inmediatez, arisco en las formas pero generoso en el fondo, dice él mismo, definiéndose, riéndose de todo ello. Con una tendencia al sentimentalismo que esquiva, por suerte, con un humor resentido. Y, competente, nunca proclive a los excesos, nadie lo ha visto nunca desvariando. Un perfecto ciclista gregario que, de darse la ocasión, muy excepcionalmente se habría permitido aparecer ganando, saltándose las normas, discrepante, pero inofensivo.
Porque el hombre que ha reconocido el niño que había sido ahora divaga sin recurrir a ningún subterfugio que lo pueda perdonar. No suele servirse de la clemencia. Tampoco se abarata con el arrepentimiento. Reconoce, íntegro, si es necesario soberbio, que no le habría sentado el papel de gregario felizmente acomodado en su papel. Fue feliz corriendo solo por las calles, figurando que desafiaba las normas del grupo. Si se adecuaba a ello, admitía que estaba en paz, desculpabilizado, pero secretamente reconocía que la resignación que le exigían y que era imprescindible para preservar la cohesión necesaria del grupo siempre lo había afrentado. El hombre de aire imperturbable que rondaba por el mundo figuraba una seguridad y una solvencia postizas. Su territorio verdadero era el propio del insumiso. Pero también era verdad que su insumisión no contenía verdadero veneno, era una formalidad teatral con que el destino lo había obsequiado, bálsamo que servía para aminorar su arrogancia natural y atenuar aquel desasosiego que no lo dejaba vivir.
Hay diferentes tipos de engaño. Está la complacencia, que desvía del punto de mira los conflictos. Está la resignación, que contenta los espíritus apocados, indecisos, faltos de coraje. Está la ira, contra todo y contra todos, que se desata como una tormenta y que lo arrasa todo. Está la nostalgia, rumorosa presencia de un pasado que no ha existido. Está el remordimiento, que reniega de haber cedido a la acción, y que conduce a la anulación de los propósitos. Está la culpabilidad, devastadora, enfermiza. Está la escapatoria de la fantasía, que te lleva más allá de los sentidos. Evitando estas y otras formas de impostura, el hombre que tenemos ante nosotros ha optado por desvivirse en medio de un monólogo que es a un tiempo naufragio y redención, como una muerte plena de significados. Aquí lo tenemos, vagando por las calles de su pueblo, como hace tiempo, a la búsqueda de los nombres que adoptan las cosas. El hombre que ha querido ser, o que tal vez había de ser por fuerza, definitivamente solo, perdido, siempre a medio camino, entre la pasión y la inocencia, siente y lamenta la distancia.
Traducción de Víctor Gallego Neira