Después de que le concediesen el premio (que reconocía la insólita habilidad que tenía para enfrentarse a los grandes temas con un estilo ameno y accesible) el escritor había dejado de ser un escritor más para convertirse en el hombre del momento, es decir, un escritor célebre y reconocido y, por tanto, reclamado en todas las capitales del país que tuviesen una agenda de actividades culturales con las mínimas pretensiones. Aquel sábado de buena mañana, pues, el escritor premiado volvía a estar en la carretera para ir a presentar su último libro, feliz y satisfecho, del todo ignorante del desenlace sorprendente que le esperaba al final de aquella jornada imprevisible.
En el asiento de al lado, la amiga del escritor hacía como que a ella todo aquello no le importaba. Lo acompañaba como lo había hecho otras muchas veces. Ni siquiera le había preguntado adónde iban. Aquella mañana no tenía ganas de hablar. Había cerrado los ojos y trataba de dormir, la cabeza hacia atrás y las piernas cruzadas, y el escritor, satisfecho, admiraba su belleza, su serena plenitud. No podía pedir más. En aquel momento volvió a sentir los primeros síntomas de una experiencia que ya había vivido otras veces. Se veía a sí mismo desde fuera con una claridad que lo sobrecogía y, en medio de aquel proceso perceptivo, tenía la incontestable certeza de que su vida seguía un plan determinado y con sentido y, ante semejante revelación, tenía la absoluta seguridad de que todo iba como tenía que ir y que eso era bueno y que se lo merecía.
Pero aquel estado de tránsito de orden casi místico que en otras ocasiones lo había conducido a un grado de satisfacción cercano al paroxismo, esta vez fue interrumpido por un incidente del todo inesperado, bien mirado intrascendente, pero, en aquel momento, muy molesto y ofensivo. El caso es que fue adelantado por una cuadrilla de motoristas que corrían como desesperados. Pasaron rozando, peligrosamente, el coche, uno tras otro, haciendo un ruido insoportable, y el escritor, espantado y también irritado por la quiebra de su ensoñación, hizo sonar el claxon con una violencia exagerada y, para colmo, el último de los motoristas, al pasar a su lado, acabó de provocarlo con un gesto obsceno. Esta anécdota, que aislada no habría tenido ningún significado especial, fue, sin embargo, el inicio de una serie de acontecimientos de lo más patético. Cuando, más adelante, tuvieron que parar en una gasolinera, se dio cuenta de que estaban allí los motoristas. Hubiera querido esquivarlos, porque delante de ellos se sentía empequeñecido, pero no pudo evitarlos y, al pasar precisamente al lado del que un momento antes lo había desafiado, oyó que le decía, burlándose: “¡Espabila, fittipaldi!”. Esta insolencia lo puso de muy malhumor, pero lo peor de todo fue que, cuando se lo explicó a su amiga, ésta se echó a reír descaradamente, y lo que ya acabó de rematarlo fue la cara que puso cuando él le preguntó por qué le leches habría llamado “fittipaldi”.
No volvieron a hablar en todo el viaje. Llegados a Solsona, pasearon por las calles del casco antiguo. Entre ellos había una tensión difícil de soportar. Se fueron al hotel. Trataron de descansar un poco. Él salió un rato a pasear, solo, y se distrajo embobado ante los carteles que anunciaban su conferencia: “La voluntad individual para frenar las fuerzas del determinismo”.Respiró profundamente unas cuantas veces. De vuelta en el hotel, intentó, sin mucho éxito, restaurar una convivencia aceptable. Al menos, que pudiesen comer en paz. Lo hicieron en una plaza magnífica, delante de un antiguo abrevadero. Mientras comían, la amiga del escritor le contó que ella ya había estado en aquella plaza. Hacía muchos años, con unas amigas. Eran muy jóvenes, adolescentes, y recordaba perfectamente la fotografía, las cuatro, justo delante de la fuente, con los anoracs y las mochilas, con una sonrisa fresca que desafiaba el mundo y sus dependencias. Él no le dio mayor importancia, pero hizo alusión a las ingenuas e inocentes compañeras con que ella solía ir cuando la había conocido, y también le preguntó si sabía algo de ellas, de cómo habían acabado. Aquella salida de tono por parte de él le sirvió a ella para justificar el menosprecio y la indiferencia con que lo castigó durante toda la tarde. Tanto fue así que el escritor (nada prescindible en aquel momento histórico que vivía el país, una voz sensible y original que se hacía escuchar en todas partes, un punto de vista necesario) llegó al gran salón de actos de lo más herido, confuso y malhumorado.
Pero, afortunadamente, disponía de buenos recursos y, cuando inició, solemne, la intervención, su amiga, que ya empezaba a sufrir por si se había excedido en la dureza del castigo, se dio cuenta de que un hombre como él sería capaz de aguantar el tipo y mantener el tono que se podía esperar de un intelectual de su prestigio. “Cuando era joven indocumentado y feliz…”. La eficacia de estas primeras palabras, preparadas, estaba asegurada. Se refería a su juventud en pasado, cuando era evidente que no era un hombre mayor, mostrando, así, una personalidad cómoda en la complicidad y la ironía y, a la vez, capaz de hacer concesiones a un auditorio no necesariamente bregado en según qué disquisiciones. Un auditorio que, por otra parte, podría valorar como prueba de condescendencia el hecho de que reconociese públicamente que, aunque ya no lo fuese, en algún momento de su vida, había sido un indocumentado y entender que esto daba un toque de frivolidad a una personalidad agria y controvertida, por no decir amarga, tal como correspondía a alguien que veía más que los demás y que, por eso, era capaz de escribir lo que escribía. Con este inicio, pues, el público en el bolsillo. Rendición incondicional. A partir de aquí, ya podía apuntar al blanco y disparar sin miedo a que la cosa decayese. Se trataba de abordar el itinerario que jerarquizaba todos aquellos héroes de ficción que, en su individualidad irrenunciable, habían combatido contra las fuerzas que pretendían condicionar y pautar su destino. Ya se sabe que sólo con esfuerzo y voluntad podemos llegar a subvertir el orden impuesto por las leyes del nacimiento, la presión del entorno y la determinación del momento histórico. Los caracteres admirables, canónicos, son aquellos capaces de imponerse a las condiciones adversas de la inmediatez, los que escapan de la prisión de la necesidad y devienen sujetos de su propia historia. Contra la crueldad de la prefiguración, contra la fatalidad de las cartas marcadas, contra la ley dictada por los profetas infalibles, la energía liberadora de la voluntad. La iniciativa individual e incorruptible. El compromiso de los hombres de acción, dueños de su futuro, contra la claudicación de los débiles, dominados éstos por la melancolía. La amiga del escritor famoso sabía que si había algún atractivo que la impulsaba a sentirse cerca de él era el que derivaba de su discurso, que ahora se deslizaba, navegaba, por la sala llena de gente que descubría, atónita, la insuficiencia de su respuesta ante las fuerzas devastadoras del universo.
Un éxito, tan evidente como previsible, del todo en consonancia con la autoridad y la fama del orador que, acabada la lección, no daba abasto a los requerimientos de sus seguidores, que se conjuraban para aplicarse el mensaje. De vuelta al hotel, se impuso de nuevo un silencio incómodo. La soledad de las calles hacía resonar sus pasos y el escritor, en estado de gracia, ya tomaba notas para un próximo relato. La amiga del escritor en estado de gracia ya empezaba a estar harta de todo ello y decidió intensificar las hostilidades con evasivas y negligencias. A la hora de cenar, en el hotel, el escritor, mientras revisaba los puntos fuertes de su discurso (inevitablemente conmovido por la propia elocuencia) devoraba con avidez las miserias de una comida experimental que su amiga se negaba a probar. En la habitación del hotel, el escritor probó con la aventura de la intimidad, y la amiga del escritor se propuso desconcertarlo. Primero, accedió a su petición sin condiciones ni subterfugios, cosa que confundió al escritor, que aquella noche esperaba, tal como había ido todo, al menos algunas resistencias que, por otra parte, ya se habría encargado él de contrarrestar con sus habilidades seductoras y, de ser ello necesario, con su oratoria irreductible. Después, dejó, con un escepticismo casi ofensivo, que fuese haciendo, de manera que mientras él jadeaba y gesticulaba, teatral, ella se mantenía impasible en el territorio de la observadora exigente que no está dispuesta a pasar nada por alto. El resultado de la faena no resultó tan lamentable como otras veces y, por eso, cuando el escritor dio la cosa por acabada, ella le dijo, de cachondeo: “¡Caramba, fittipaldi!”. Este comentario le sentó fatal. Perdió la compostura y acabó vociferando y dando vueltas por la habitación, hecho una furia. “Hete aquí, -se dijo la amiga del escritor- un héroe de nuestro tiempo, en pijama, más parecido a un cretino que otra cosa”.
Al día siguiente, muy temprano, cuando el escritor se despertó, su amiga ya estaba vestida, a punto para irse. Había pasado la noche en vela y había decidido que se había acabado la broma. Había intentado concretar y definir de modo racional los motivos que podrían justificar la ruptura, pero más allá de las argumentaciones objetivas, evidentes, había una convicción superior que se derivaba de un sentimiento muy íntimo. Durante toda la noche, medio desvariando, veía la fotografía de ella y sus compañeras delante de la fuente, en la plaza donde habían comido aquel mediodía, años atrás. Tan alegres, jóvenes e inconscientes, ignorantes, todas ellas, de lo que vendría después, con el tiempo. Pensando y, también, dejándose llevar por la emoción, le pareció que era muy difícil vivir sabiendo que nunca más sería posible un instante de una felicidad tan completa. Por bien que fuese todo, nunca más una energía tan intensa como aquella, nunca más la convicción de que todo podía ser como la que tenían las cuatro aquel día. No era sólo la complicidad que las unía. Era, sobre todo, la certeza, que ya no podría repetirse en ningún caso, de que se encontraban en el inicio de todo y de que no tenían nada que temer. La imagen, vista desde la perspectiva a que se veía obligada por las circunstancias actuales, devaluaba radicalmente la vida que llevaba, degradaba cualquier posibilidad de regeneración y, por tanto, imponía una ruptura inapelable. Aunque sólo fuese para tratar de volver a empezar con un mínimo de dignidad. Pero no sería ella, la que había sido su amiga del alma aquellos últimos años, quien se lo explicase al escritor ambicioso. No podría entenderlo. De momento, intentaría que asumiese que aquella misma mañana se volvía a casa. La estación de autobuses estaba al lado del hotel y, si se daba prisa, podría coger el primero. Él que siguiese hacia el norte como tenía pensado o, si no, que regresase solo, que también le iría bien. Ya quedarían para acabar de ultimar detalles. Y aún menos mal que no le dijo lo que estaba pensando y que, finalmente, por piedad, no se atrevió a decirle: “¡Espabila…. !”.
Traducción de Víctor Gallego Neira