EL ESCENÓGRAFO
El relato comienza un sábado por la mañana con la imagen de una furgoneta saliendo de la gran ciudad. El lector tendrá que disculpar el tópico, ya que de todos es sabido que la ciudad, por el solo hecho de serlo, será grande. Confiaremos, pues, en esto como en todo lo demás, en la buena voluntad de este lector que se dispone a leer el relato y que seguro querrá encontrar en él algo de sosiego y compañía. Se trata de la furgoneta de un escenógrafo, que ya sabemos, por el título, que será el protagonista del relato. Por ahora, este escenógrafo no tiene descripción física, ni edad, ni biografía, sólo sabemos que es escenógrafo (y aquí, si se hacen las inferencias necesarias, tendría que verse un homenaje a Kafka, por aquello del agrimensor sin nombre. Así que, de ser así, podría decirse que empezamos bien). El escenógrafo sale de la gran ciudad, un sábado por la mañana y, por el sólo hecho de que nos refiramos a él en función de su oficio, no podrá viajar con un objetivo cualquiera sino para hacer un trabajo, digamos que, narrativamente hablando, importante. Es muy temprano. Lo están esperando. Bien podría ser que lo estuviesen esperando en un teatro de comarcas. Eso podría dar juego, porque tal vez posibilitaría que el escenógrafo, atrapado en la red de responsabilidades, dependencias y traiciones que siempre asociamos a la vida urbana, encontrase amparo y protección en el espacio inmaculado que se supone que es todavía la vida de comarcas y, en este entorno rural propicio, podría liberarse de la problemática que lo mantiene en suspenso, la problemática de un hombre absorto en una vida que, de un tiempo a esta parte, se le antoja vacía y sin sentido. Sería bueno que las cosas fuesen así, sobre todo para el escenógrafo, evidentemente, pero también para el desarrollo del relato que, de este modo, adoptaría el aire de un viaje iniciático a partir del cual podría esbozarse una especie de teoría moral acerca de la conducta humana. De ser esto así, no nos hallaríamos ante un pasatiempo inocente, ni tampoco ante un artificioso divertimento de carácter meramente formal. De momento, tenemos una furgoneta en la autovía, la madrugada de un sábado, saliendo de la ciudad, y esto es como decir que nos hallamos ante múltiples posibilidades cargadas de sentido.
EN EL LABERINTO
Imaginemos que el escenógrafo tiene una vida interior muy intensa, lo que vendría a ser, más o menos, como decir que vive pendiente de algo que lo obliga a mantenerse en un debate eterno, sin solución posible. Imaginemos, también, que el escenógrafo hace siempre de escenógrafo y que, esté donde esté o vaya donde vaya, siempre actúa desde la perspectiva de un escenógrafo y todo lo mira en función de sus obligaciones profesionales, pendiente siempre de resolver alguna problemática que lo desafía y lo hace sufrir y lo mantiene en un constante mar de dudas e indecisiones. Imaginemos además que el personaje es de carácter sentimental y que, ahora, lo distraen asuntos bien distintos a los profesionales e, inevitablemente, se lamenta y lloriquea al recordar ese drama indigno que ahora, por no distraer al lector del asunto principal, no explicaremos. Lo dejaremos para más adelante, pero ahí está, el cataclismo emocional. Así, nuestro escenógrafo alterna el circunloquio estrictamente técnico relacionado con los quehaceres profesionales con la divagación sentimental. Divaga y divaga por estas carreteras que, un día como hoy, sábado, van llenas de coches a la búsqueda de placeres efímeros (aquí será difícil que los lectores más exigentes perdonen los excesos moralistas del autor, que de tanto en tanto no puede evitar esta especie de retórica trascendente, una pirotecnia verbal que es, además de ineficaz, anticuada). Imaginemos, incluso, que las circunstancias que lo han llevado a este viaje imprevisto, en este sábado de trabajo inesperado, lo tienen atrapado o, más aún, paralizado. El caso es que le lan hecho llegar, justo la tarde anterior, una caprichosa lista de posibles modificaciones en el proyecto inicial, que él daba por más que acabado y definitivo, de una propuesta teatral que no sabía uno por dónde cogerla y nuestro escenógrafo sabe que sólo podrá mantener el trato si aporta soluciones plausibles a las más que peregrinas ocurrencias de aquella compañía de aficionados. También podría pasar que el escenógrafo se hubiese distraído y se hubiese equivocado de salida, cosa, por otra parte, bastante inexplicable si consideramos que habría podido echar mano de todo tipo de artefactos digitales con los que habría podido haberlo evitado, pero las cosas son como son y el relato certifica que, efectivamente, el escenógrafo ha errado el camino. Ahí lo tenemos, pues, a pesar de las enormes posibilidades de la tecnología moderna, perdido por carreteras secundarias que no llevan a ninguna parte.
DESVIACIÓN RETÓRICA
Los déficits de verosimilitud se acaban pagando caros. El autor lo sabe y ahora tratará de sorprender a todos con un giro de los acontecimientos. A causa de estas licencias injustificadas, sus detractores podrán insistir en los mismos argumentos con que han intentado deslucir la potencia inicial de sus obras. No obstante, el autor está convencido de la valía de dichas obras y dispuesto a defenderlas donde y siempre que haga falta. Así que adelante con el relato, sin miedo. Si nos hemos creído que el escenógrafo se había desviado inexplicablemente de la ruta prevista, bien podríamos aceptar que ahora tendría que encontrar urgentemente una gasolinera. El marcador advierte de una parada inminente de graves consecuencias. Llegará tarde, seguro. La gasolinera que encuentra está en las afueras de un pueblo de mala muerte (la calificación es significativa, y por tanto necesaria, porque todo el mundo sabe que hay pueblos que no son de mala muerte, pero este sí lo era y había que decirlo), en medio de un polígono que podría ser de ahora o de muchas décadas atrás. Un espacio atemporal. No hay indicio de movimiento alguno. La mayoría de almacenes y de talleres están cerrados. Tal vez porque no es un día laborable o, quizá, porque hace tiempo que vienen mal dadas y todo el mundo cierra (cuidado aquí con caer en la tentación de la crítica social, un terreno, éste, que siempre ha incomodado al autor, que se mueve más a gusto en especulaciones de carácter existencial, estériles, como dicen, siempre dispuestos a acabar con todo, sus refinados enemigos). La cuestión es que por allí no había nadie, ni un alma, que dice el tópico. Si conseguimos hacer creer al lector que la máquina de autoservicio se traga la tarjeta con que el escenógrafo pretendía pagar la gasolina, ya tenemos un hombre solo, en medio de un polígono industrial, un sábado por la mañana, con el coche sin gasolina y ahora sin tarjeta de crédito. Se está poniendo nervioso. Le esperan para un trabajo al se había comprometido y al que llegaría, no sabe cómo, tarde. Y una cosa era que fuese un escenógrafo menor y otra, mucho más grave, es que fuese, o pareciese, un incumplidor, un botarate de conducta impresentable. Que ahora aparezca una pandilla de chavales, que lo amenacen y le pidan el dinero, ¿puede pasar? Pero él no lleva dinero encima. Se fiaba de la tarjeta. Pero, ¿se avendrá la pandilla sin escrúpulos ni miramientos a dejarlo tranquilo, sin más? Está claro que no. La paliza es perfectamente verosímil y, además, desde el punto de vista narrativo, del todo necesaria si pretendemos que el relato llegue a alguna parte con un mínimo de sentido. Así que tenemos a un escenógrafo tirado en el suelo, bien baldado, pero no sólo bien baldado sino también humillado y ofendido, que es peor aún. Ahora percibe el entorno a donde ha ido a parar, una estampa degradante que lo encara con el ser desvalido que ha acabado por llegar a ser. Parecería que aquella escenografía había sido diseñada por una imaginación cínica sólo para que fuese a parar el hombre cansado y roto que él sabía que era. El anecdotario podría ser discutible, la actuación y el reparto también, incluso los motivos que han propiciado la caída. Lo que ahora importa es que el escenógrafo ha sido abducido por un escenario que sólo una mente extenuada como la suya habría podido concebir. El escenógrafo es ahora el personaje de un drama creado para que entendamos el desasosiego de una conciencia torturada, engullida por su propio delirio incesante. La razón de existir del escenógrafo y su peripecia de personaje incomprensible es la flamante proclamación de una realidad que bien podría no existir pero que existe gracias al artificio que la crea. El autor sabe que el lector sólo podrá dar por buena dicha realidad en la medida en que la imaginería utilizada se adecúe, de algún modo, al propio desasosiego, y que eso no pone en cuestión la entereza y la fuerza del personaje, sino que, muy al contrario, la dimensiona y la dota de una energía nueva.
INTERMEDIO SENTIMENTAL
Ahora deberíamos saber qué caramba le pasa al pobre escenógrafo. No lo que le acaba de pasar, que eso ya lo sabemos, sino qué malestar lo ha alejado de sí mismo hasta el punto hasta el punto de acabar siendo el desecho que hemos descrito en el capítulo anterior. La desavenencia con los protocolos que marca la actualidad no es nada que pueda justificar un drama como el suyo. Todo el mundo que lo conoce sabe que lo domina el escepticismo, el antídoto perfecto contra todo tipo de ilusiones y, por tanto, de desengaños. Las inquietudes de orden estético y filosófico de que presume son sólo una apariencia para mantener viva la caricatura en que ha acabado convirtiéndose. Un hombre de una edad que no es ninguna edad, porque no es joven pero tampoco demasiado viejo. Aún lo tiene todo por hacer pero parecería que ya ha llegado tarde a todos los destinos posibles. Que no tiene nada que ofrecer pero que da la impresión de que tampoco ha necesitado nunca nada de nadie. La modestia profesional, de la cual, años atrás, habría abjurado, ahora sustenta un personaje que se jacta de no depender de nadie, que dispone de tiempo y márgenes de actuación individual, sin cargas ni deudas. Y, habiendo entendido que no es ejemplar en ningún ámbito de su vida, también es cierto que no es lo bastante cínico, ni lo bastante irresponsable, ni lo bastante cafre, para poder presumir de haberse granjeado enemigos importantes. En un personaje enmarcado por este perfil mediano, habría que encontrar una característica que lo ennoblezca, algo que lo dignifique. Ahora el autor sabe que se la juega, porque su credibilidad dependerá de la habilidad con que sea capaz de resolver este problema. ¿Qué haremos de un protagonista maniático sin adversarios que si no trabaja no sabe qué hacer? Es necesario dotarlo de un drama que le asegure una altura suficiente. Y, llegados a este punto, ¿quién sería capaz de gobernar un argumento sentimental que sorprenda a un lector que lo ha visto y lo ha leído todo mil veces? ¿Qué autor tendría ahora el valor de iniciar la descripción de una antagonista que ha traicionado la adhesión de nuestro humilde y sacrificado escenógrafo? ¿Qué autor se atrevería a cantar las excelencias físicas y morales que justifiquen el dolor de la separación sin caer en el más grande de los ridículos? Si ya no son necesarios los argumentos, con el concepto hay más que suficiente. Nos basta, por tanto, con saber que el escenógrafo sufre por amor. Quizá lo hayan dejado plantado, o quizá aspiraba a una aventura que no ha sido posible, o se ha sentido fatalmente atraído por una posibilidad que trastocaba su código moral y lo llevaba camino de la perdición, o tal vez su vida ha llegado al punto en que ninguna motivación externa es capaz de dar vida a su conciencia siempre demasiado atemperada y acomodaticia. Lo que cuenta es que nuestro valeroso escenógrafo es víctima de un dolor que lo atormenta, contra el que no puede luchar porque va más allá de toda forma de raciocinio. Que este padecimiento se concrete de una u otra forma carece de interés. Es, más bien, en la medida en que pone de manifiesto su debilidad, su condición de ser desvalido, la imagen de un hombre derrotado, tirado en un polígono industrial, lo que nos conmueve y no otra cosa. Es el esforzado constructor de pequeños y artesanales escenarios devorado por el salvaje e inconmensurable escenario de la vida.
DELIRIO FÁUSTICO
Debemos encontrar una salida mítica para salvar al personaje, que ahora mismo ha perdido toda credibilidad. Le esperan en un teatro de un pueblo de comarcas (en este caso, no un pueblo de mala muerte, si incluso tiene teatro). Ahora, es ya seguro que no llega y, si lo llaman, no responderá, tanto le da si ha quedado bien o mal con los jóvenes entusiastas que lo habían contratado y que ahora desesperan al ver que no llega, contra todo pronóstico, porque, aunque sí se discutía su talento, nunca se había puesto en duda su puntualidad, su solvencia, su palabra. La telefonía móvil ha desbaratado muchas de las inconveniencias argumentales a partir de las cuales se estructuraban las ficciones que nos hemos tragado durante siglos. Muchos de los malentendidos que provocaban verdaderas catástrofes ahora se hubieran aclarado con la llamada oportuna (Romeo y Julieta, por ejemplo, habrían podido evitar el fatal equívoco que los condujo donde todos sabemos. El autor reconoce que, para sus ficciones, se encuentra más a gusto en un mundo sin móviles). La cosa es que no han podido ponerse en contacto, tanto da el porqué, porque no había cobertura, o bien porque se había quedado sin batería, o podrían haberle robado el móvil los mangantes que lo habían atacado (ahora el autor piensa si habría de volver atrás para dejarlo todo un poco más atado). La cosa es que no han podido ponerse en contacto porque no había cobertura, o bien porque se había quedado sin batería, o podrían haberle robado el móvil los mangantes que le habían pegado. Tanto da el porqué. Lo que importa es que no ha podido avisar del retraso y que esto lo impacienta. Avisará. Pero antes tendrá que pasar, todo a pie, por el ambulatorio, por la comisaría, por el cajero automático, por la cafetería desde donde podrá, por fin, hablar por teléfono y conseguir que alguien lo lleve hasta el coche. Llegará tarde pero llegará. Así se lo ha hecho saber a los del teatro. Han acordado una reunión lo más tardar a media tarde. Mefistófeles adopta ahora la forma de un camionero charlatán y provocador que se mofa de la pinta lamentable del escenógrafo, que le ha contado con detalle no solo su aventura sino también la vida y las miserias que la han provocado. La presencia, y la paciencia, de Mefistófeles han sido providenciales. Éste le ha hecho ver a las claras sus muchas incoherencias y contradicciones, lo peligroso de una serie de fisuras en los muros que, por pequeñas que pudiesen parecer, si no se ponía remedio a tiempo acarrearían, más antes que después, al desmoronamiento de toda la estructura. (aquí el autor volverá a confiar en la pericia del lector, que sabrá ver en la imagen de un edificio a punto de derrumbarse las turbulencias de una vida falta de de sostén y de sentido). Mefistófeles acepta el papel de terapeuta impertinente y, cómo el oráculo de los tiempos antiguos, emite un veredicto que no admite discusión: la vida que lleva el escenógrafo no va a ninguna parte. Mejor sería echarlo todo a rodar. El diagnóstico se sustenta en el poder visionario de la experiencia, y el remedio un mal semejante es la separación. Es inútil luchar contra la liberadora fuerza del mal. La soberana convicción y el aire profético del camionero han acabado con toda posibilidad de reconciliación del escenógrafo con su vida pasada. La luminosa lucidez transgresora del maligno no admite réplica y el trato queda hecho: el escenógrafo le regala la furgoneta. Sólo le pide, a cambio, que lo lleve a casa y que llame a los de la farándula de su parte y que les diga que no piensa ir, que busquen a otro, que renuncia, desde ese momento, a oficio y beneficio. Está más que harto de llevar una vida fantasiosa, carente de sentido. Admitirá el fracaso de su impostura y se impondrá el sacrificio de una vida nueva, libre de responsabilidades, capaz de redimirlo.
TENTACIÓN INTROSPECTIVA
Pero tal vez sería necesaria una versión más compasiva para entender el desenlace de la historia del desafortunado escenógrafo. Lo hemos abocado a un final trágico con la única redención posible de una penitencia que por fuerza lo degrada. Volver, dejar atrás todas las tentativas de una vida, a empezar no es cosa fácil. Como recurso novelesco podría funcionar, porque el personaje, en el intento de huir de la mediocridad, toma la altura de un temperamento heroico, avalado por el mito que lo ha inspirado. ¿Nos lo creeríamos, el escenógrafo que es capaz de desafiar la lógica y engendra una forma nueva de vida sin rastros que lo condicionen? Por inhumano, no nos lo creeríamos. En todo caso admitiríamos dicha posibilidad con la ayuda del modelo icónico que lo prefigura. A estas alturas del relato, el autor sospecha que los lectores que hayan llegado hasta aquí (a los cuales siempre estará agradecido) esperen algo más creíble, y que seguramente tiendan a pensar que la intempestiva aparición de Mefistófeles es más propia de un trilero que de un buen narrador. Pero el autor es perro viejo y entiende que aún podría haber una posibilidad de salvar el personaje y dar sentido, existencial y literario, a su extraño y tormentoso viaje. Es cierto que el escenógrafo ha iniciado el itinerario que lo aleja de la ciudad habitual con aire apesadumbrado, pero podríamos suponer, ahora, que no es un melancólico, ni es frágil ni dubitativo, ni tampoco un hombre roto. Probemos, pues, a imaginar que se trata de un hombre de carácter que ha vivido intensamente una vida plena, incluso admirable. Supongamos también que se trata de un temperamento sensible, cosa que no contradice lo anterior, capaz de captar aquello misterioso que flota en el ambiente y no se muestra, pero que nos envuelve y que, a veces, nos roza levemente y nos afecta. Este hombre de contornos reales presiente que algo malo va a pasar. No es una amenaza definida. Es la insoportable convicción de que el mal existe y que, llegado el momento, adoptará la forma necesaria. Este hombre se ha levantado de madrugada y ha dejado la ciudad. Lo espera, en un teatro de comarcas, un grupo de jóvenes actores que lo han contratado para que construya los decorados de la obra que quieren representar. Este hombre, que ahora hemos decidido que no es ningún perdedor, aspira a una vida coherente, se sabe vulnerable, pero es exigente y no tiene miedo de nada. No ha visto al monstruo, pero ha sentido su presencia y teme el desenlace. Y todo lo que hace, cualquier día, este sábado mismo, lo hace sabiendo que las garras de la fiera lo pueden herir, lo pueden destruir.
EL RELATO
He ahí un hombre que abandona la ciudad. Él aún no lo sabe, pero ya no volverá o, si vuelve, será de otra manera, aceptando otras condiciones. Este hombre, como todo el mundo, tiene una vida propia. Construye ficciones, en forma de decorados que la gente asume como verdaderas réplicas de la vida que conocemos. Este hombre vive de las ficciones, en el sentido más literal (le pagan muy bien el trabajo que hace) y en el sentido más figurado (a menudo tiene la cabeza en un área no central de la realidad, más bien en la periferia, justo en el límite que separa lo que comprendemos con certeza y aquello que nos inquieta). Trabaja mucho y, después de tantos años de tanto teatro, tiende a confundir las diversas posibilidades de la realidad. Pero él se conforma. Digamos que no le preocupa. Hoy prevé un día de baja intensidad, conoce bien la profesión, sabe lo que esperan de él y ha aprendido a no defraudar a nadie. Ha salido temprano. Para él no hay placer superior al de la vida lenta, vivida paso a paso, minuto a minuto, en plena, segura consciencia. Hace días que siente un dolor extraño. Es sólo una intuición. No se trata, necesariamente, de un mal físico, detectable. Es más bien un estado de ansiedad que lo consume. Sabe que alguna de las formas que adopta el mal lo está esperando. Pero no se lo ha contado a nadie, no ha aplazado ninguna decisión, no ha desviado ninguna iniciativa. Sin embargo, está seguro de que algo lo echará todo a perder. Ignora la manera en que se concretará ese algo, pero conoce la amenaza, la presiente y sabe de su inminencia. No podría explicarlo racionalmente, es un espíritu sensible, ha vivido siempre a gusto en el ámbito inexplicable de las cosas. Intuye lo misterioso, lo difícil, pero, a veces, se le escapan cosas obvias. Se distrae. Ahora mismo, ha equivocado la salida de la autopista. No será porque no haya artefactos tecnológicos que hubieran podido evitar cualquier distracción, pero el escenógrafo vive en otro mundo, pendiente de un desasosiego difícil de explicar. Llegará tarde. Tardará en volver a la carretera conocida. Además, tendrá que poner gasolina. La señal parpadea.
Traducción de Víctor Gallego Neira