Intempestiva presencia del impostor

Todos vivimos a la intemperie, más vale saberlo y tenerlo en cuenta.

El escritor se había impuesto la necesidad de encontrar una frase imprescindible que habría de sostener el sentido y la verosimilitud de su personaje. No se trata de un protagonista, sólo será un figurante, pero de su credibilidad dependerá la consistencia del relato. Se trata de un texto único y evidentemente intransferible, está  convencido de ello, y en su progresión lo había fiado todo a la eficacia de esta primera frase premonitoria a partir de la cual podría construir este personaje clave para entender la verdadera protagonista de la trama. Sabía que hasta que no encontrase esta frase y la asumiese hasta las últimas consecuencias este relato no tendría ninguna posibilidad de existir, o se trataría, en todo caso, de un relato sin relieve, sin matices, sin profundidad. Necesitaba la frase y alguien que la dijese. Y este personaje debería tener una presencia y unas intenciones bien determinadas.

El escritor siempre ha prestado mucha atención a la primera frase de las novelas que le han gustado. Las localiza y cataloga metódicamente. Considera algunas especialmente valiosas, modelos canónicos, que ha utilizado como ejemplo cuando ha tenido que hablar sobre cuestiones referidas al arte de escribir. Una de sus preferidas es la obertura de una novela mítica, particularmente significativa para él, Moby Dick, lectura adolescente que, de algún modo, lo había privado del mundo más inmediato y le había dado las claves para entender otro, bien distinto, hecho sólo de palabras. <<Llamadme Ismael>>. Así empieza esta ficción novelesca. E Ismael comienza a hablar, y nos lo explica todo, porque se interesa por todo, nada escapa a su voracidad de narrador, e incluso se diríaque todo le parece poco. Ismael habla de las dificultades de la navegación y de los peligros de la pesca de la ballena, habla del paso del tiempo y de los miedos y las fantasías que lo fortifican, de las dimensiones desconocidas y admirables de los otros, también de sus propias insuficiencias, y, sobre todo, de cómo el misterioso Ahab idolatró y persiguió una ilusión destructiva. ¿Pero quién es Ismael? 

De Ismael no sabemos casi nada. Es un personaje sin circunstancias, sin presencia física, sin historia previa, sin condición social. Se diría que no tiene pasado, y no parece, tampoco, percibirse en él proyección alguna hacia el futuro. Ismael es un punto de vista y poco más, un modo de ver las cosas, la voz que justifica y da sentido a un  relato inabarcable. Pero de él no sabemos nada, o muy poco y de poca importancia. Sabemos que ha decidido abandonarlo todo, que ha renunciado a los recuerdos y a cualquier influencia, que no teme el futuro ingrato que lo aguarda. No está determinado por nada. Lo alimenta el escepticismo. Tampoco es un hombre de acción, pertenece al grupo de elegidos que se proclaman a sí mismos contemplativos estrictos. Observa sólo lo inmediato, una selección muy concreta, y muy limitada, de lo posible. Es un hombre que ha dejado de creer y se abandona a un método de análisis enfermizo. Ismael es una perspectiva, una manera de vivir, una manera de pensar. Es la voz que da certeza al relato.  Pero, no obstante, hay que tener presente que el propósito que guía y orienta la historia que nos cuenta es de una ambición difícil de imaginar, porque amplifica y clausura un mundo pleno. El escritor, bien porque es un hombre de escasa imaginación, bien porque tiende a la idolatría, ha decidido llamar Ismael a su personaje.

Pero este Ismael que aparece en el relato que quiere hacer el escritor es, de hecho, de una dimensión mucho más modesta, y que comparta el nombre con el héroe creado por Melville sólo puede sostenerse como ironía. Se le parece porque es un hombre que mira, un hombre que espera, pero que en realidad no espera nada en concreto, porque hace tiempo que se ha deshecho de posibilidades y proyectos. Es un hombre que se recrea en la indolencia, que se refugia en el sarcasmo y en los entramados del lenguaje, que se ampara en la entidad efímera de la ficción, y por eso mismo sabremos que no vive de verdad, porque ha renunciado a todo compromiso. El escritor lo ha situadode vigilante en una pequeña fortaleza que había sido refugio de enfermos en cuarentena, una reliquia de un pasado extraño que ahora visitan historiadores extravagantes y turistas poco convencionales, atraídos por la magia intemporal de unas instalaciones impensables. Es decir, que este Ismael ni viaja ni busca la aventura. Antes bien, lo que estructura su vida y su personalidad es la quietud más absorbente. Esta criatura, inventada con un punto de desolación absurda, observa, sí,  pero no observa la vida, ni la acción humana, sólo un horizonte atmosférico sin colores ni formas y, además, lejos de los excesos verbales en que se entretiene el Ismael narrador que tanto admira el escritor, la suya es una contemplación sin discurso, porque de las imágenes, estáticas, no se deriva ninguna forma de elocuencia. Así que el personaje que está construyendo el escritor sólo puede ser eficaz por contraste, es la imagen que aparece distorsionada en el espejo trucado.

Este escritor ha invertido los mejores años de su vida en la construcción de un paisaje fabuloso que no está hecho de otra materia que la retórica. Todo el impulso impertinente de su juventud, toda la sabiduría adquirida en la lentitud del trayecto, toda la experiencia acumulada en el esfuerzo insobornable que ha pautado las iniciativas incomprensibles que ha ido tomando con los años, todo eso ha cristalizado en un juego fantástico elaborado en un lenguaje arisco pero vigoroso, adictivo, extraño de tan auténtico, una verdadera epifanía. <<No fue el azar, tampoco la impostura>>, había dicho el poeta Foix, y asimismo se lo repetía el escritor, frágil, hasta desconcertado, ante la magnitud de su desafío, para justificarlo, y también para justificarse ante la mirada atónita de los otros. El endecasílabo no engaña, no fue por azar que tomó la decisión de encararse al monstruo, y en la absurda aventura tampoco hubo ninguna forma de impostura, la fuerza que lo animaba era absolutamente necesaria. No había, por tanto, ni fingimiento ni casualidad. ¿Qué podía alterar su consciencia siempre en guardia si no era una energía primigenia que brotaba del pozo más profundo e inaccesible? El escritor, que gusta de naufragar entre frases grandilocuentes, demasiado literarias, que lo apartan de la vida auténtica, intenta penetrar en los entresijos de su personaje para reflejarse en él. Ismael es un hombre desdibujado, por hacer. En Ismael, el escritor encontrará el receptáculo vacío, que solo tendrá contingencia cuando lo anegue el caudal del lenguaje. Ismael sólo es un esquema mínimo de comportamiento, de momento, pero habría de reflejar la vida en tensión del hombre verdadero que lo ha gestado.

El peligro es la impostación. El escritor reconoce, con desgana, que muchos no lo han entendido, y que han atribuido su inevitable tendencia al artificio a la falta de ingenio o, peor aún, a la falta de convicciones ideológicas y morales. Como si no tuviese nada que decir y todo se quedase en fuegos de artificio, en un juego verbal inofensivo, mero entretenimiento, nada más que comedia. Todos se equivocan, naturalmente, y el escritor, bien instalado en su trono, suele pensar que  seguro que todos sospechan en silencio del error que hay en su juicio prematuro, y vive convencido de que algún día podrá reprochárselo. El texto es una construcción arbitraria, les dirá, si en eso no estamos todos de acuerdo más vale que lo dejemos. Pero este dogma fundamental no habría de justificar en ningún caso tanta vehemencia superflua, le contestarán probablemente sus adversarios, malvados. ¡Dónde se ha visto este gusto por la cacofonía, este exceso de metáforas y metonimias de ida y vuelta, tanto giro recargado, tanto circunloquio estéril, tanto malabarismo sintáctico! Es una opción ética, les contestará entonces el escritor, imprudente y mordaz, el dedo en alto, la mueca de socarrón que las ve venir, y aquel aire de superioridad, para herirlos, echándoles en cara su miopía, causa evidente del malentendido. Es una opción deliberada y asumida con todo el sacrificio que supone. Por tanto, una opción radical e irrenunciable. Pero todo este esfuerzo no debería ser necesario, o en cualquier caso no habría de notarse tanto, se atreverán a decir los críticos, sin compasión. Áspero, severo, estricto, el escritor, entonces, proclamará, de nuevo, sus derechos, y apelará a la necesidad ineludible de trabajar hasta llegar a construir la verdad maravillada a que ha aspirado desde siempre.

En todo esto piensa el escritor mientras sopesa el grado de inverosimilitud que será capaz de soportar su Ismael. No está dotado, ay las, para la figuración objetiva, realista, y siempre acaba cediendo a la tentación de refugiarse en la trampa ilusoria,  que le permite un margen de libertad mucho más amplio, más de acuerdo con su carácter fantasioso y evasivo. El Ismael que está tratando de modelardebe responder a sus propias inquietudes, pero quiere evitar muy expresamente el estilo sensacionalista, quiere componer un retrato distanciado de la confesión intimidatoria, y, por descontado, tiene que descartar la posibilidad de un escándalo. Por tanto, este Ismael, nacido de un intento mal disimulado de plagio, asumible sólo merced al artificio de la ironía, ha de parecer lo suficientemente verdadero, ha de poder reflejar aquello que es esencial en la vida del escritor, pero a la vez ha de posibilitar la ambigüedad, permitir que haya zonas en sombra, entrevistas, sólo insinuadas, ha de parecer que es sin acabar de ser, ha de ser capaz de concretar cuidadosamente una entidad inestable y equívoca, y también ha de poder aparentar certezas no verificadas del todo. El hombre, que finalmente tendrá carácter, ambiciones y flaquezas, habrá de ser lo bastante verdadero, sí, pero sin dejar de ser un estereotipo literario, apto para las inesperadas y necesarias correspondencias, gracias a las cuales la imagen, tipificada, pero también corporal, llegará a ser significativa. El hombre tendrá que hablar, el escritor hará que hable sin contención, pero no de él directamente, ni en respuesta al entorno, el suyo será una especie de monólogo al margen de todo auditorio posible, un flujo interno sin referencias verificables. Y esta minuciosa y neurótica charla acabará definiéndolo, y será alguien bien definido sólo en la medida en que su particular palabrería lo aparte de lo común. Tendrá salidas inoportunas, inexplicables, el contrapunto para salvar y equilibrar su drama invisible. Tendría que poder contar historias. Será el personaje sin historia propia. Será una voz. Distorsionada. Amplificada. Muy connotada, expresiva. Planeará sobre el relato. Liquidará al primer narrador. Usurpará el papel principal que había de ser para el escritor que controla el relato.

Pero, de todos ellos, ¿quién es el verdadero impostor? Está el verdadero autor que se inventa la figura de un escritor que se esfuerza en construir un personaje que en su relato haría la función de interpelar a la verdadera protagonista con historias sacadas de textos que el verdadero autor admira con devoción. Este personaje, que no es protagonista y ni siquiera un antagonista, se parece, pero, según cómo, no se parece al protagonista de un libro que el verdadero autor había leído, como siempre, con devoción, un primer libro, su primer libro de verdad. ¿Dónde encontramos los rastros de este primer libro, en el autor, en el escritor que se ha inventado, o en el personaje que trata de construir el escritor? ¿Es alguno de ellos más auténtico que cualquiera de los otros? Y, si ninguno de ellos es auténtico, ¿cuál de ellos es el más engañoso? ¿Hay alguien de verdad en este juego de espejos trucados y provocaciones? Bajo los paralelismos y desdoblamientos, ¿hay algún criterio significativo que los sustente, o no es más que ruido, todo ello?

La verdadera protagonista del relato en el que hace tiempo que está trabajando el escritor se llama Alicia. Todos dirán que se trata de una Alicia más en la lista de protagonistas hechas a partir de la imagen de la famosa Alicia del libro de Lewis Carrol. Y no es verdad, porque la Alicia del relato que está escribiendo el escritor se ha llamado Alicia desde siempre, al margen de cualquier modelo previo, y tampoco habría en este caso intención alguna de homenajear al original, pero eso, a estas alturas, no se lo creería nadie. También es cierto que en este texto nos hemos enfrentado ya en diversas ocasiones a las imágenes del espejo y del truco. <<¿Podrías decirme cuál es el camino que debo tomar desde aquí?>>, pregunta Alicia, confiada en que hay una respuesta sencilla. <<Eso depende mucho de adónde quieras ir>>, le contestan. El escritor podría validar perfectamente la manera de ser de su Alicia con una cita, por otra parte tan célebre, como esta, porque lo que sabemos de ella al comienzo del relato es que no sabe hacia dónde ha de ir, no físicamente, geográficamente, sino en sentido existencial. Y es verdad, además, que la frase se fundamenta en una fórmula de humor en la que coinciden el escritor que quiere escribir el relato y el verdadero autor que ha inventado la figura de este escritor. <<La cuestión es si es posible que las palabras puedan significar tantas cosas diferentes>>, dice ante otra dificultad, muy lejos, ahora ya, de la inocencia inicial, la fantástica, mítica, Alicia. Y esta es una frase que firmarían no sólo autor y escritor, sino también el personaje que este ha inventado, este Ismael que pronto conocerá la Alicia del relato del escritor, la cual también podría certificar la audacia de la memorable frase de su homónima. Pero, ¿quién es la Alicia del relato del escritor? 

Alicia es una mujer que ha ido a Menorca para cubrir un reportaje fotográfico sobre las instalaciones del Lazareto, que es donde trabaja de vigilante este Ismael del que hemos estado hablando hasta ahora. Es una mujer con la vida hecha, una vida con muchas ventajas y, desde un punto de vista objetivo, una mujer que ha vivido intensamente, con éxitos sin duda remarcables de los cuales se siente muy orgullosa por los que ha sido admirada, envidiada y temida, pero es también una mujer con heridas profundas y dolorosas, aparentemente inexplicables. Ahora, se halla en un momento clave en el que toca revisar lo vivido, y el azar, ahora sí el azar, ha hecho que, precisamente en este momento de traspaso, haya tenido que hacer este viaje que la transformará. Este es el argumento mínimo a partir del cual había empezado a trabajar el escritor, una idea inicial suficientemente poderosa si finalmente se apoderaba de ella el lenguaje. El escritor hace tiempo que se pelea con esta historia, y ha sido a medida que esta iba tomando cuerpo que ha ido considerando necesaria la presencia inesperada de este Ismael y de su frase germinal.  Los dos personajes se han ido encontrando en este espacio esencial, y Alicia, ya al otro lado del espejo, atrapada en la red de complicidades tendida por un Ismael muy hábil, ha hecho referencia al estado de desolación en que se encuentra. “Este espacio es poco más que la intemperie. Me siento como en casa”. Y entonces el astuto Ismael le devuelve la réplica perfecta: “Todos vivimos a la intemperie, más vale saberlo y tenerlo en cuenta”. Es el tipo de cosas que es capaz de ingeniar este personaje teatral apenas esbozado, una proyección sólo insinuada de la auténtica personalidad del verdadero autor, quien se ha servido del escritor para justificar su aparición en escena.

Si el escritor pretende que esta aparición intempestiva no malogre fatalmente su relato, habrá de acompañarla de la conveniente descripción del escenario. Nos encontramos en la península del Lazareto, a la entrada del puerto de Mahón. Todo lo que vemos son imágenes funestas de un pasado difícil de imaginar. Ahora no hay rastro de humanidad, pero en otro tiempo los pabellones estuvieron llenos de gente afectada por la peste que esperaba una curación improbable. Otros, más afortunados, simplemente hacían tiempo para obtener una autorización que los homologase con los vivos. Se hace extraño imaginar todo el dolor que ha podido haber entre la simetría de las naves y las arcadas, bajo la atmósfera inclemente que lo absorbe todo, delante mismo del mar más civil. Se trata de una arquitectura fortificada concebida para aislar el mal y preservar el reducto ordenado de las infecciones que corren por el mundo. Las murallas, las rejas, las torres de vigilancia, urbanizadas tan racionalmente, proyectadas por un impulso alimentado por el miedo, expresan una idea del mundo dicotomizada, son la frontera radical y extrema que separa dos mundos, tan distantes y excluyentes como podrían ser el de los vivos y el de los condenados. Estas imágenes no son exclusiva de los tiempos remotos, y cualquier lector sensible sabrá señalar situaciones vigentes parecidas. Ismael hace allí de vigilante, es necesario organizar las visitas que pretenden revivir unos hechos tan extraordinarios. Alicia ha venido a parar allí porque le han encargado un reportaje fotográfico sobre lo que queda de aquel infierno. El escritor rastrea sentimientos y preocupaciones humanas en medio de este paisaje sin alma, desamparado como un final del mundo. El verdadero autor ya no sabe cómo ni cuándo concibió una locura semejante, y ya sólo padece por la imposible verosimilitud de su delirio.

El escritor ha leído mucho y ha leído bien (más que el verdadero autor) y, en este punto de su trabajo, no puede evitar referirse a otras historias de condenados a vivir en un espacio reducido, víctimas de un castigo, de una enfermedad o de una maldición. Ismael no vive en el Lazareto, pero lo hemos conocido aquí y todas las dimensiones de su personalidad se derivan de esta subordinación a un espacio único y delimitado. Puestos a tener que construir un personaje, el escritor busca en el canon fenómenos equiparables. En un cuento de Dino Buzzati, encontramos un caso insólito de intermediación literaria. Encerrados en una leprosería amurallada en lo alto de una colina apartada, los enfermos, que han renunciado a cualquier posibilidad de curación, se conforman escuchando las maravillas que les cuentan los guardias instalados en las torres de vigilancia. Al atardecer, los condenados se acercan a las murallas para oír los extraordinarios sucesos que dicen que pasan por el mundo. Acuciados por una responsabilidad tan trascendente, los narradores extreman su imaginación y cada día se esfuerzan en deslumbrar al extraño auditorio  con sus relatos, poblados de gestas heroicas y de paisajes y de ciudades inverosímiles, hasta el punto de que los prisioneros ya ni se lamentan de su desdicha, y aceptan casi como una gracia la oportunidad de vivir en medio de aquel ensueño. Sólo uno se niega a participar en el engaño, y reza convencido de que su fe le permitirá volver al verdadero mundo de los vivos. Contra todo pronóstico, este iluminado se acaba curando, pero cuando ya está ante las puertas que han de permitirle la libertad por la que tanto se había sacrificado, se da cuenta de que el mundo que le espera no es, ni de lejos, como el que recordaba o había imaginado, o como el que había anhelado, y entonces pide que le permitan volver a la prisión, en donde podrá seguir soñando con llegar a vivir algún día en un paraíso perfecto. Olvidado del mundo, Ismael (que bien podría haber sido también un buen lector) recorre cada atardecer las murallas, y aunque adopta, teatral y quimérico, el aire de un hombre extraviado, añora que no pueda participar de semejante sortilegio.

El escritor figura que, además de escribir, ha de vivir, y eso quiere decir que ha de responder a los imprevistos que se le van presentando en su rutina diaria. Fijaos, pues, en este hombre de edad indefinida que pasea por los parques con el diario bajo el brazo, que habla con los vecinos del tiempo y de las cosas inexplicables de la política, que participa en los juegos y entretenimientos inútiles que impone la vida urbana, que va cada día a trabajar con la misma voluntad y la misma fe de siempre, que participa, escéptico, miedoso, condescendiente, en la vida pública, que se esconde, culpable, delante de los conflictos y las injusticias, que se evade, irresponsable, delante de las exigencias que lo enfrentan a lo incomprensible, que se refugia en su monólogo autónomo que lo aísla más que lo integra, que lo aparta del territorio común y lo obliga a atravesar el desierto, otra vez su desierto, otra vez ante sí este desierto sin referencias ni fronteras, campo abierto infinito que trastorna y desasosiega porque es el espacio que no es ningún espacio donde se  pierden los hombres quequieren y no pueden. El verdadero autor, perfectamente instalado en la seguridad del hogar infranqueable, piensa la epopeya de este sufrido héroe que tiene bastante con pensar la atribulada vida de un vigilante de ficción que existe para dar la réplica a la heroína de su relato.

Esta mujer que protagoniza el relato que está escribiendo el escritor ya lleva unos días en la isla de Menorca y ya ni las horas perdidas en los aposentos del hotel ni las horas de trabajo en la fortaleza del Lazareto son suficiente para calmar una inquietud que no la deja vivir. Reparad, pues, en esta mujer que da vueltas en coche por las carreteras que atraviesan la isla, un itinerario inédito bajo un cielo que la ahoga. Ahora siente la llamada de la indisciplina, ya basta de complicidades a medias, tiene ganas de jugarse la vida a todo o nada, ¿qué extraña semilla ha germinado en su alma, que ya no tiene bastante con lo que hasta ahora la confortaba? A Alicia la ha cautivado la idea de una aventura, ha sido como si la presencia de una felicidad pasada la hubiese iluminado, nota cómo el viento que hace temblar el mundo sacude convicciones y preceptos que habían sido para ella norma inflexible. Bajo el peso de tanta luz horizontal ve indicios de una nueva singladura. Si ha tenido algo que ver o no la presencia de un Ismael errático nadie podría decirlo, ni siquiera podría hacerlo el escritor que los ha imaginado hablando bajo la luna breve de una noche sin límites, como tampoco no sabrá qué decir el lector sediento de ficción que recorrerá el laberinto   por el que deambulan  los personajes del relato que el verdadero autor ha imaginado  que escribía  este escritor descuidado que no controla el destino de sus criaturas. Porque Alicia no sólo siente la llamada a una vida nueva que es renacimiento y conspiración, sino que también percibe la desproporción de su audacia y eso la cuestiona. Y el escritor, que ha querido identificarse con este trastorno íntimo  que vive Alicia, ahora no acaba de comprender si en la transformación que había previsto en su personaje y que lo encara a sí mismo hay rastros de este otro personaje equívoco  que es este Ismael que había creado sólo para hacer entender el carácter de Alicia. Sin darse cuenta, el escritor también ha ido a parar al otro lado del espejo, y el verdadero autor lo busca y no lo encuentra.

En el personaje de Ismael que ha creado el escritor hay el estigma de una renuncia. Existe otro personaje también de ficción que se caracteriza por esta misma posición ante las posibilidades de la vida. Lo creó Henry James y conoceremos sus adversidades si leemos su famoso relato La bestia en la jungla. Cuenta que hubo un hombre que habría podido serlo todo, ya que tenía todos los méritos y todas las posibilidades a su favor. Pero un día una intuición temible le cambió la vida, una amenaza inconcreta pero inevitable se cernía  sobre su destino e invalidaba todas sus aspiraciones. Así que se desentendió de la vida auténtica para la que había sido educado y no quiso destacar en nada, en nada, ni en los negocios, ni en la representatividad pública y social, ni en el mundo del conocimiento ni en el arte o la escritura, ni en el ejercicio de la beligerancia o de la compasión, y menos aún en los asuntos amorosos y sentimentales, renunció a todo en nombre de una catástrofe segura pero de momento inadvertida que algún día trastornaría totalmente su vida. Nadie entendió los motivos de una dimisión tan atroz e improductiva, y este misterio es verdad que dignificó su postura, pero no pudo evitar la decadencia de su persona, que arrastró hasta su vejez, primero, la rémora de un fracaso  sonado y, finalmente, la incógnita sobre la naturaleza de aquella falsa amenaza que no acaba de concretarse nunca. Cuando se dio cuenta que era víctima de un engaño, ya no estaba a tiempo de rectificar y acabó sus días desesperado de saber que había renunciado a todas las formas del éxito mundano a cambio de nada y que este era el hecho extraordinario que había singularizado su vida, aquello que lo había separado de todos, éste era el rostro de la bestia que lo esperaba para devorarlo en medio de la oscuridad salvaje. El escritor siempre se ha sentido atraído por este relato de terror, el verdadero autor le ha adjudicado la sensibilidad justa para interpretarlo a favor de su Ismael herido por la impasibilidad. ¿De dónde podría surgir su natural escepticismo, si no era de un trauma inexplicable como éste?

Los caminos y las carreteras se entrecruzan y dibujan las líneas de un laberinto inaccesible. La claridad matiza los contornos, que aparecen borrosos, temblando, son luz, energía definitiva, frases sensibles, el final del relato. Alicia cruza los límites que se había impuesto. Habiendo traspasado la frontera prohibida, ya sólo tendrá miedo de las certezas. Ismael ha quedado atrapado en la red de la monomanía verbal y quien quiera entenderlo tendrá que buscarlo en otro capítulo. El escritor pasea sus dudas por la ciudad sin nombre y sin historia, escenario probable de un relato anunciado que nadie sabe si podrá escribir nunca. El verdadero autor revisa, satisfecho, los detalles de la escena final, que tiende a deslizarse por los terrenos siempre peligrosos del aliento poético y de la trascendencia, y piensa que, si no pone unas dosis bien calculadas de ironía, acabará por echarlo todo a perder. Este verdadero autor se mira en el espejo y sólo se reconoce a medias, y eso que ignora la presencia del dios que maneja los hilos que animan su gesticulación desmesurada. Si le hubiesen dicho que acabaría representando semejante papel, no se lo habría creído. Él mismo convertido en un personaje impostado que, sin careta, no es ya nada más que otro impostor al descubierto. El tiempo, que al fin lo cura todo y nos devora, pasa por encima de estas páginas que no son nada y que tratan de decirlo todo. En el rincón de una casa cualquiera de una ciudad como cualquier otra, habrá, algún día, un lector entusiasta que tratará de desenredar los hilos de este embrollo. Quien esté libre de culpa, que tire la primera piedra.

Traducción de Víctor Gallego Neira

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